El origen del zancudo.

Mito de los indígenas Mitua de la familia Guahíbo, conocidos como los Guayabero. Se localizan a lo largo del río Guaviare (amazonía colombiana) aguas abajo de la ciudad de San José, asentamiento de Barrancón. Mito narrado por el capitán Pablo, líder de esta comunidad y recogido por Jorge Salazar Isaza en 1986 dentro del marco de su trabajo para la Corporación Araracuara.

Ahora voy a contarles cómo la humanidad se invadió de plagas. Un día aparecieron unas sartas de pescado guindadas de los árboles a la orilla de la laguna. Los collares de yamule brillaban con el sol en las escamas. Pero estos peces solo tenían un lado. La gente no tenía la menor idea de quién los había ensartado así. Cada mañana cuando los indígenas iban a pescar se encontraban con el mismo cuadro:

– ¿Quién será el que se la pasa en éstas?

Se preguntaba todo el mundo con afán.

Un indígena, que tenía cuatro hijas casaderas, llegó un día a la laguna cuando aún estaba obscuro. Al oír un flechazo en el agua se encaminó hacia allá pero no vio a nadie. Solo había un pescado que todavía chapaleaba colgado de una horqueta. El lo agarró de la cola y lo voltio: si señor, apenas tenía un lado. Más adelante sonó otro flechazo. El indígena avanzó con paso largo como para alcanzar a alguien, pero no encontró sino el pescado. Igualito. Y otra vez lo mismo: cuando el indígena oía el zumbido partía en esa dirección. Así continuó hasta mediodía.

– ¿Por qué no veo a nadie?

Picado por el rastro que quedaba prendido de los árboles se apuró. Al fin divisó un hombre en un rebalse, con el arco templado listo para pescar. Se acercó y le dijo:

– ¡Qué hubo, mi yerno!

– ¡Qué hubo, mi suegro! Respondió el desconocido.

– ¿Ya cogió bastante?

– Sí, ya maté hartó.

– No mate más, vámonos para la casa, propuso el indígena.

– De acuerdo, dijo Guasipán. Así se llamaba aquel hombre. Era rucio, muy rucio.

Por el camino de regreso Guasipán iba colocando el pescado en un bejuco hasta formar una gran sarta. Ya estaban cerca de la maloca cuando Guasipan dijo:

– Suegro, espéreme aquí yo voy a traer mi hamaca.

Quién sabe de dónde la trajo… Cuando llegaron a la casa el indígena exclamó:

– ¡Qué hubo mis hijas! Tiendan unas hojas para recibir la pesca de mi yerno.

La mayor respondió:

– Yo no cojo ese bejuco.

La segunda y la tercera también se negaron. Entonces la menor dijo:

– Yo sí lo cojo.

Tendió las hojas y le recibió la sarta a Guasipán.

Ella prendió la candela y se puso a cocinar. Cuando el pescado estuvo lo sirvió.

– Venga a comer, le dijo al recién llegado.

– Coman ustedes, yo no tengo hambre. Vengo lleno de la laguna, respondió.

Llegó la noche y se hizo obscuro. El papá entonces le dijo a Guasipán:

– Ahora, usted puede dormir con mi hija.

– Bien pueda cuélguele la hamaca más altica que yo guindo aquí debajo.

Guasipán no voltió a mirar la muchacha. El durmió en su hamaca como había dicho. Esa noche, la siguiente y las otras amanecieron así, tranquilos.

Antes de clarear, Guasipán salía para el monte y no regresaba hasta caer la tarde.

Una vez a media noche la muchacha sintió un agujazo en los pulmones y se despertó asustada:

– ¿Qué me picó?

– Guasipán le dio una palmada en la espalda y murmuró:

– ¡Chito! Le mostró la mano y le dijo:

– Mire que no es nada. Vuélvase a dormir.

Cómo en esa época no había zancudos, ella que se podía imaginar… Al cabo de un mes la muchacha se puso muy enferma, flaca y amarilla. La mamá preocupada le preguntó:

– ¿Mija, usted por qué está tan acabada?

– Mire mamá, yo siento como unas picadas por la noche. Además estoy sin un aliento. Yo no sé qué me pasa…

La madre entonces empezó a abrir el ojo. Una noche escuchó a Guasipán tocar una especie de flautica. Era un sonido que ella nunca había oído:

– Iuiuiuiuiuiuiu… Parecido al que hace un mosquito cuando trata de meterse en la oreja. Al amanecer, antes de partir, Guasipán dejaba escondida su música. La madre llamó aparte la hija:

– Esto está muy raro. Su papá trajo un salvaje del que no sabemos nada. ¿Cómo así que en todo este tiempo él no haya querido dormir con usted? Cuando él se levanta guarda por ahí una flauta. Hay que encontrarla.

Las dos se pusieron a buscar hasta que dieron con ella. El instrumento era alargado en forma de jeringa y estaba lleno de sangre. La madre exclamó:

– ¡Mija, su marido se la está chupando!

Entonces con un palo y todas sus fuerzas quebraron ese instrumento. Al primer golpe escucharon un alarido entre la selva. Mientras la sangre se mezclaba con las astillas, los quejidos estremecían los árboles. Era el estómago de Guasipán lo que ellas estaban reventando.  

El sol ya estaba por aquí, serían como las nueve o diez de la mañana, cuando Guasipán retorcido del dolor gritó que le llevaran una colada de plátano. La gente alarmada salió a llevarle lo que pedía. Guasipán, entre quejidos, preguntó si la colada tenía de todos los plátanos: hartón, dominico, guineo… Ellos respondieron que era pura. Pero él insistió en que le faltaba un elemento. Lo que reclamaba era sangre porque la había perdido toda cuando las mujeres le aplastaron el estómago. Pero eso la gente no lo pudo entender. Entonces Guasipán les dijo:

– Estoy vencido de muerte. Les quiero dar un consejo: no me entierren, ni en la selva ni en la playa, porque vana venir las plagas. Mosquitos, moscas, zancudos, langostas, tábanos, sanguijuelas… Nubes y nubes los invadirán y no podrán vivir. Deben quemarme con leña de laurel, solo con esa leña, hasta que no quede ni un crudito de hueso. Después barren bien, recogen mis cenizas entre un calabazo, lo tapan y lo tiran al río. En el lugar donde me quemen aparecerán animales grandes. Si ven huellas de dos cascos será una vaca o un becerro, un casco redondo anuncia un caballo y el suelo escarbado un gallo o una gallina.

La gente siguió las indicaciones de Guasipán al pie de la letra. Con frecuencia visitaban el sitio donde lo habían quemado. Después de unos meses encontraron un rastro y pensaron:

– ¡Hombre, seguramente este es el caballo!

Preciso, al poco tiempo nació la mamá de los caballos. Luego siguieron los otros animales: con cachos y sin cachos, blancos, negros y amarillos. Al ver esto dijeron:

– Vamos a cogerlos.

 Se fue todo el mundo con sus cabuyas. A pesar de que en esa época los caballos eran mansitos, a los indígenas les dio miedo montarlos. El Kwey que andaba por ahí les dijo:

– Móntesen, móntesen rápido que vienen los blancos y se los quitan.

No había acabado de hablar cando surgió la gente de ustedes con sus cuerdas y sus rejos. Enlazaron las bestias, pusieron silla y se montaron. Así nos cuenta la historia de nosotros, yo no hago más que contarle. Los blancos arriaron con todo ese ganado. Como Kwey vivía a la orilla del camino salió y les habló así:

– Ustedes están contentos porque van a ser ricos. Eso es verdad, van a tener sus carros, sus motores fuera de borda, sus aviones y sus armas. Pero ustedes no van a vivir tranquilos, se van a echar encima problemas muy graves. Los indígenas van a quedar pobres pero serán más felices. Ustedes se van a alimentar muy bien, incluso les sobrará comida pero ustedes son como la muerte que nunca se llena.

Cuando Kwey terminó estas palabras cantó un gallo. En el lugar de la quema había nacido un gallo grande que no paraba de cantar. Los blancos se devolvieron convencidos que se les había olvidado. Sacaron un cuchillo para matarlo. El gallo les dijo:

– Ustedes me pueden degollar. Me pueden picar en pedacitos que yo me vuelvo a crear. Yo nunca me voy acabar. En cambio ustedes, así como ahora me matan se matarán.

Ellos no pararon mientes en esas palabras y enseguida lo degollaron. Pero a los tres días, tal y como había dicho, el gallo amaneció cantando. Ya no lo pudieron volver a matar.

Entre tanto el cachirre[1] vio bajar por el río el calabazo con las cenizas de Guasipán. Se tiró al agua y lo agarró. El creía que adentro había plata. En la orilla destapó el calabazo y en un segundo la jeta se le llenó de moscos. Miles y miles de bichos le devoraron la lengua. Sacudiéndose como pudo el cachirre huyó espantado. Por la noche comenzó a llegar ese zancudero a las malocas. Todos se preguntaban fastidiados de donde habían salido esos animalitos tan rabiosos. En ese momento se acordaron de las palabras de Guasipán y exclamaron:

– ¡Maldita sea! Alguien destapó el calabazo.

La gente llamó al cachirre que tenía la cara de haber sido:

– Venga, usted fue el que regó esa plaga. Por eso va a quedar sin habla para siempre y sus mismos parientes se lo van a comer. Al cachirre le quedó ese castigo por haber alborotado los zancudos. Como éste, que le voy a matar aquí de una palmada.


[1] Cachirre: especie de caimán que se encuentra en los ríos de la Amazonía. (Paleosuchus trigonatus, – Schneider, 1801).

Coplas y topas, dibujo: Morgan Cangelli.

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